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LA FAMILIA HERRADA

 LA FAMILIA HERRADA. —Mi familia no es mala, solo tienen una bondad invertida. Decía don Viviano Herrada en la posteridad de sus años, rumiando en la soledad de su viudez, vivía en la casa montonera, esa grande de paredes blancas y techo de láminas de zinc, pisoteadas por fragmentos de piedras para que el viento no las desmontara, justo al pie del gran cerro pan de azucar. Vivía con su hijo Prudencio Herrada, un hombre que se adjudicaba disimuladamente el monopolio de la sinceridad, descubierto en el atropello de sus palabras desmedidas e hirientes. No conocía la empatía. Era casado con Ilustrina Herrada, quien frenética por mantener la posición de una mujer culta y modernista, se había convertido en una come libros. Dormía con las meditaciones de Marco Aurelio bajo la almohada, al despertarse y antes de poner bocado en su boca repasaba religiosamente un libro de astrología, así sabía que le deparaba el destino para ese día, después del almuerzo se sentaba en el corredor con el diario

La farmacia de Hernán y el año del paludismo (malaria)

LA FARMACIA DE HERNÁN Y EL AÑO DEL PALUDISMO. Con la construcción de la carretera, Cabruta pasó de ser el pequeño pueblo en el que no sucedia nada inusual, ubicado a la margen del río a ser el pueblo donde se cambiaron los medios de traslado como el burro y el caballo, por automóviles y motocicletas. Dejó de ser una sociedad endoeconómica y se creó la primera ruta de transporte pesado para comercializar el algodón, las verduras, leguminosas, la carne de ganado y el queso en las grandes ciudades. Ese mismo año llegó un farmaceuta llamado Hernán, cuyo misticismo sazonaba su sapiencia en la medicina convencional y la naturista, está segunda heredada de su abuela materna, una mujer muy instruida en los beneficios secretos que revelaban las plantas si se les trataba con delicadeza.  El día que llegó junto a su mujer y a sus dos hijas, a la casa de un amigo suyo quien era un comerciante de origen libanes, llevaba consigo dos maletas repletas de medicina. Al entrar y antes de saludar a su ami

UNA NOCHE SIN CENAR

  UNA NOCHE SIN CENAR. Concepción Gamarra era un pastor que vivía en la parte alta del barrio camoruquito en San Juan de los Morros, había fundado una iglesia en un sector aledaño a su comunidad donde tenía pocos miembros, era un templo de media pared, piso rustico y un techo que por cada invierno dejaba colar los chorros de agua. Esa precariedad se compensaba con la felicidad que irradiaba su gente, todos paliando vidas que no eran dignas de repetir incluyendo la de Concepción Gamarra. Pocos sabían de su vida anterior cuando las calles, el vicio y la delincuencia eran su pasar de tiempo predilecto. Tenía una esposa la cual tenía como mayor adorno de hermosura una sonrisa que denotaba a una mujer tan llena de cicatrices como llena de esperanza y firmeza, dos hijos varones uno entrado en la adolescencia y el otro a pocos meses de ello. Tenía Concepción en todo el barrio una reputación que le garantizaba que nadie podía señalarlo con el dedo, luchaba por mantener a raya esos fantasmas

LOS NOMBRES DEL MONSTRUO

  LOS NOMBRES DEL MONSTRUO. A sus cortos doce años Jonás sostenia una frígida discusión con su amigo Martín quien afirmaba que el coco era real, Jonas le aseguraba que si  existía un monstruo, pero no se llamaba coco y que no se escondía debajo de la cama de los niños, que escogía ciertos hogares para vivir, y tenía varios nombres. Era como si su superpoder era el de camuflarse según la persona que lo tratase. En eso por lo menos los dos estuvieron de acuerdo.  Martín dijo que al monstruo de su casa le gustaba comer no de la basura, sino buena comida, la que casi siempre su madre debía conseguir a costa de lo que fuese, y de esa manera evitar que el monstruo la devorara. Solía desaparecer los fines de semana, decía que debía ir al pantano para alimentarse de sanguijuelas unico alimento extraño que le hacia recuperar fuerzas. Así volvía cada lunes con un aroma a pudredumbre, se metía en el baño y bajo amenaza sometía a la madre de Martín para que lo dejara entrar con él, le pasaba segur

CARTA SIN DIRECCIÓN POSTAL

  CARTA SIN NÚMERO POSTAL. Conocí una niña de apenas doce años a quien hace tiempo le escribí un poema, se llamaba Génesis. Era de villa de cura, yo no era su amigo ni de la familia; era uno de los enfermeros conocedores de su caso. Visitaba el hospital por lo menos una vez al mes, padecía lo que yo llamo la dulce enfermedad del veneno blanco, diabetes. Era tan conocido su caso que antes de llegar sus padres llamaban al residente de medicina interna, avisando que ya salían rumbo al hospital de San Juan de los morros.  Era muy hermosa, tenía una sonrisa de esas que hacen florecer las plantas, una mirada que regalaba un premio intangible de gratitud, y unos cabellos ondulados que parecían hilos de oro. La difícil situación era la etiología de su hospitalización recurrente, la falta de medicamento, la ingesta de carbohidratos como único alimento disponible o la ausencia de la insulina inyectable. En fin pero ese no es el sentido de mi relato. En su última hospitalización después del aseo

EL ÚLTIMO LATIDO DE LA LUNA.

 EL ÚLTIMO LATIDO DE LA LUNA. Cada persona tiene su preferencia por alguna manifestación de la naturaleza, como el olor a tierra mojada, el pétricor en cada lluvia, los atardeceres sobre las aguas; tal como suceden sobre el río Orinoco. Dando la impresión de que el sol quisiera sofocar su calor en la acuarela de esas corrientes. El joven Benito Raul tenía un gusto predilecto por las noches de luna clara, tal vez por la bohomía que causaban la partitura de los rayos de luz a las tinieblas, o quizás porque le recordaba el nombre de su madre muerta; Clara como la luz de la luna. Aprovechaba siempre esas trémulas noches para sentarse en el patio de su casa y ponerse a reflexionar sobre la vida, o hacer algún chiste según como estuviese de ánimo. Había nacido con un corazón condicionado. Tenía cuatro malformaciones en una, aún así no le era excusa para abrirle un espacio a la felicidad, a el amor y el perdón. Según su razonamiento eran las tres comidas fundamentales para vivir en paz.  El d

El último cafe de la abuela.

EL ÚLTIMO CAFÉ DE LA ABUELA. El recuerdo más grato que tengo de mi abuela era el del espumoso café con leche que hacía a las seis de la mañana, cosa que era el único motivo por el cual me levantaba temprano sin calzado y sin camisa aunque el suelo estuviese fangoso, producto de una noche de lluvia copiosa, que se extendía hasta una mañana de llovizna perenne. A pesar de los gritos de mi mamá alertandome de cubrirme el pecho para no agarrar una pulmonia, corria sin parar hasta la casa de mi abuela que se comunicaban por el mismo patio con la nuestra. Mi abuela era una mujer de color negro intenso, pelo crespo lleno de canas el cual domaba con una peineta de plástico templado. Caminaba erguida a pesar de ya pasar las ocho décadas de existencia, no aprendió a leer ni a escribir. Sólo sabía contar hasta el diez por eso solo guardaba los billetes de cinco y de diez bolívares, los cuales conocía más por el color que por el número. A pesar de no haber estudiado, mi abuela era experta en geogr