LA FAMILIA HERRADA. —Mi familia no es mala, solo tienen una bondad invertida. Decía don Viviano Herrada en la posteridad de sus años, rumiando en la soledad de su viudez, vivía en la casa montonera, esa grande de paredes blancas y techo de láminas de zinc, pisoteadas por fragmentos de piedras para que el viento no las desmontara, justo al pie del gran cerro pan de azucar. Vivía con su hijo Prudencio Herrada, un hombre que se adjudicaba disimuladamente el monopolio de la sinceridad, descubierto en el atropello de sus palabras desmedidas e hirientes. No conocía la empatía. Era casado con Ilustrina Herrada, quien frenética por mantener la posición de una mujer culta y modernista, se había convertido en una come libros. Dormía con las meditaciones de Marco Aurelio bajo la almohada, al despertarse y antes de poner bocado en su boca repasaba religiosamente un libro de astrología, así sabía que le deparaba el destino para ese día, después del almuerzo se sentaba en el corredor con el diario
Un sitio para deleitarse con la lectura, y envolverse en la poesía.