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UNA NOCHE SIN CENAR

 

UNA NOCHE SIN CENAR.

Concepción Gamarra era un pastor que vivía en la parte alta del barrio camoruquito en San Juan de los Morros, había fundado una iglesia en un sector aledaño a su comunidad donde tenía pocos miembros, era un templo de media pared, piso rustico y un techo que por cada invierno dejaba colar los chorros de agua. Esa precariedad se compensaba con la felicidad que irradiaba su gente, todos paliando vidas que no eran dignas de repetir incluyendo la de Concepción Gamarra.
Pocos sabían de su vida anterior cuando las calles, el vicio y la delincuencia eran su pasar de tiempo predilecto. Tenía una esposa la cual tenía como mayor adorno de hermosura una sonrisa que denotaba a una mujer tan llena de cicatrices como llena de esperanza y firmeza, dos hijos varones uno entrado en la adolescencia y el otro a pocos meses de ello. Tenía Concepción en todo el barrio una reputación que le garantizaba que nadie podía señalarlo con el dedo, luchaba por mantener a raya esos fantasmas que dormían en el cementerio del pasado, y se mantenían encerrados entre las rejas que dividen la miseria humana del nuevo hombre, que anhela no seguir viviendo en la basura que una vez escogió como hogar.
Una noche de esas donde el poco viento que rozaba las hojas de los arboles tenía una esencia tétrica, era primero de enero. En el barrio imperaba un enigmático silencio, producto de los desmanes de la noche anterior por la despedida de año. Concepción y su esposa preparaban la cena juntos, de pronto ella se percató de que no había leche para echarle al café. Se puso la mano en la frente como señal de preocupación, como si la leche fuese un problema de fuerza mayor y le dijo a su esposo:
—¿Vas tu o voy yo a comprar la leche? —sin esperar la respuesta de su marido decidió ir ella misma, ya que si él iba se tardaría mucho por quedarse hablando como siempre lo hacía con el señor de la bodega. Se quitó el delantal se lavó las manos se soltó el moño torcido que su marido le había hecho, le dio tres vueltas de esas rápidas que como mujer practica y se amarró uno más presentable. Uno de los niños se ofreció en acompañarla, pero ella no aceptó ya que sola iría mas rápido.
Salió dando pasos cortos y acelerados con los billetes enrollados en la mano derecha y en la otra un bolso, para evitar que le dieran bolsas de plásticos por cuestión de conciencia ambiental. Pasó una hora y no regresaba era muy extraño si la bodega quedaba a pocos pasos en la esquina de la cuadra, Concepción salió a la calle a ver si venia, pero no logró ver nada la oscuridad tampoco ayudaba, era muy densa por el casi nulo alumbrado público. Esperó Concepción quince minutos más y como no llegaba fue hasta la bodega y le preguntó al dueño si su esposa había ido a comprar, el hombre le dio certeza de que su mujer había comprado hace un rato y se había marchado.
Una hora y cincuenta minutos habían pasado, a Concepción y a sus hijos los carcomía la angustia. Diez minutos más y de pronto llega la mujer tambaleándose, apoyándose en la manilla de la puerta, su marido y los niños salen a su encuentro, la escena era muy confusa, ella traía el pelo alborotado, no por el viento; sino como signo de lucha. Tenía la nariz sangrando, también la comisura izquierda del labio derramaba sangre, la ropa raída sin zapatos y ambas tiras del brasier guindando de un extremo.
—Abusó de mí, abusó de mí… —expresaba como una maquina repetidora con una voz opaca y con mirada fija en la nada.
—¿Quién lo hizo?, —le preguntó Concepción con voz ronca, tenía la cara roja y los ojos como dos carbones encendidos por el fuego de la venganza. Las puertas del cementerio de sus recuerdos se habían abierto y los espíritus inmundos habían vuelto a visitarlo. Su esposa en un estado casi catatónico le confesó que había sido Urbano hijo de la sra que hacia prendas de vestir, un joven universitario de mala racha, con una vida seducida por el mundo delictivo quien esa noche regresaba borracho luego de tres días de fiestas y excesos. Y cautivo de sus deseos más bajos, la eligió como presa de cacería.
Concepción tomó un cuchillo de una de las gavetas de la cocina y salió sin decir palabra alguna, caminó media cuadra y se encontró con el joven quien reía plácidamente con dos amigos parados en la otra acera diagonal a la esquina de la bodega, sin una voz de alerta Concepción arremetió contra este apuñalándolo sin parar hasta que se desplomó agonizante, los pocos vecinos que salieron al oír los gritos de auxilio, dicen que las heridas fueron más de veinte. El informe forense determinó que habían sido catorce, y la fatal fue la que perforó la pleura causándole el ahogamiento mortal.
Al día siguiente los diarios en la capital llanera inundaron las calles, con titulares que decían en letra grande y de color rojo para aumentar el morbo: PASTOR ASESINA SIN PIEDAD A JOVEN ESTUDIANTE; JOVEN MUERE A MANOS DE PASTOR SE PRESUME MOTIVOS PASIONALES.
La vida de Concepción se resumió a partir de entonces en unos hijos que no vería crecer debido a los veinticinco años de condena, una esposa marcada para toda la vida y con un nombre en el barrio que aumentó de tamaño en boca de los que padecían el complejo del fariseo, ya no era el pastor Concepción; era el pastor Concepción que mató Urbano.
Meditando una tarde en el patio de la cárcel lloró de amargura acordándose del muchacho, quien era su mismo reflejo antes de ser Cristiano, solo que él seguía vivo y con la oportunidad de tomar un mejor camino, sin poder cambiar las consecuencias de sus actos; en cambio, le había arrebatado con sus manos la oportunidad a aquel joven, de cambiar si así lo hubiese deseado algún día. Un compañero de celda se le acercó y conociendo su caso le preguntó:
—¿Qué motivos tendría ese muchacho para hacer lo que hizo pastor?
Concepción lo miró fijamente y le respondió:
—Los mismos que yo tuve para arrebatarle la vida… ser un humano víctima de nuestros propios demonios, que nos hacen sufrir o explotar.

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