Niño rubio y la piedra de Barrabás. A orilla del caudaloso río Orinoco, Cruz María desenredaba su aterraya para atrapar algunos pecesillos que le sirvieran de carnada. Sobre las calmadas aguas y la blanca arena se paseaba una calidad brisa de verano cabrutense, que trajo entre sus corrientes el llanto de un niño. —¡Ja! Esos son los encantos que creen que me van a llevar, pero están pelaos conmigo. Exclamó Cruz María preso de sus pensamientos supersticiosos que lo tenían viviendo en su mundo de misticismo e irrealidades, que para él común de la gente eran más que incomprensibles. Peleaba con toda avispa que se le cruzara en el camino, las maldecía: —Son las brujas de Camaguan que me persiguen, pero no han podido matarme. Aseguraba Cruz María en sus insultos delirantes, pero ese día de pesca la vida le regalaría un presente. El llanto provenía de un mechón de gamelote con las hojillas empolvadas y cortantes, el viejo pescador se fue siguiendo el llanto y abrió el mechón de paja en dos
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