LA ENFERMEDAD DEL PÁRAMO. La historia con la predilección de su función enseña que cada cierto tiempo una epidemia sacude la población, sacando de la humanidad dolor, pérdida, y los más precavidos aprenden después de lidiar con el asedio de las noticias que bombardean a cuenta gotas su paz a no tomar medidas que violen su libertad ni su cordura. También trae a flote el escepticismo de los que no creen que el agua moja o el fuego quema. En el pueblo de Chiguará una joya perdida de los paramos andinos, ocurrió la más extraña de las enfermedades comunitarias. No se transmitía por la respiración, la saliva o el sudor ni las heces. Era tan silenciosa, que no se podía notar manifestación alguna para cortar con la cadena de contagios debido a la ausencia de sígnos de alarma. Sin embargo había un síntoma y sólo se podían manifestar a través de las palabras, sería por eso que los más cerrados en el trato eran los más afectados. Así era Maria Clarisa una joven que había aprendido a mirar solo
Repartidor de visitas. A los 17 años Sandra pensaba que el mundo se comía como pan y café con leche, abandonó la universidad para unirse a la sociedad juvenil del partido anarquista. En su círculo social el estudio era una manera opresiva y deshonrosa que sólo complacía a los viejos que les encantaba escribir con sus lápices el futuro de sus hijos. No le parecia que eso fuera ni siquiera un poco justo, no para una chica de espíritu libre como ella que aborrecía las normas de un hogar donde no escaseaba el amor. Se encerraba en su habitación para alejarse de los sofocantes consejos de su madre, que casi siempre terminaban en un ruego enjugado con lágrimas. Tenía postes en las paredes, de rostros blancos con risa fantasmal y flecos en la frente, pintados sobre fondo negro. Se le podía pasar las siete vidas del gato de haberlas tenido, consumiendo contenido en las redes, frotando la pantalla una y otra vez tejiendo un hilo infinito del sin sentido de la vida. Al cumplir los 18 se miró