Cada vez que los vientos torrenciales visitaban las riberas bajas del rio Orinoco, el rancho de Pedro Tinoco crujía lamentándose de los años de su existencia. Era un hablar inexpresivo para anunciar que de un momento a otro se desplomaria.
Pedro Tinoco era viudo y padre de tres adolescentes, Rosa María de dieciséis años con una personalidad simple, incapaz de refutar una orden. Habia asumido el rol de madre aunque le causaba molestía interrumpir sus exploraciones al monte en busca de cualquier planta con flores, para sembrarlas en su pequeño jardín, por atender a sus hermanas. Rosa Virginia de catorce, impetuosa y con la costumbre de llevar la contraria en todo. La menor era Rosa Lucero, era la manifestación pura de la inocencia congelada de una niña de cinco años en el cuerpo de una de doce. Pedro Tinoco había perdido la rigidez de su juventud, se escondía de vez en cuando en los manglares del río a conversar con la memoria su esposa quien habia partido en el nacimiento de Rosa Lucero, manifestándole que no le había dejado tarea fácil con las niñas, las veía sin un futuro mejor que el de seguir en un rancho de palma esperando que la vida se pase. Sin saborear otra cosa más que miseria desde el alba hasta el ocaso.
El único medio de sustento era la pesca, cada día después del almuerzo echaba los peces que había recolectado esa noche en compañía se su socio y hermano Julián, en su ausencia Pedro Tinoco le encargaba el cuidado de las niñas, y los iba a vender al pueblo.
Julián gastaba toda la ganancia de la pesca en la taguara de Chavela, el vicio del alcohol lo había consumido. Algunas noches de pesca presentaba sus excusas a Pedro Tinoco para no acompañarlo a la jornada, se quedaba en la taguara hasta la embriaguez marchándose con la intención de buscar a Rosa María y se dirigía a ella con palabras envolventes que no se le dicen a una sobrina. La euforia del alcohol le brindaba la valentía de insinuar cosas que dejaban a la jovencita confundida. Pero en su principio de no discusión, concluía que lo de su tío era cosas de borracho.
Rosa Virginia no pensaba lo mismo que su hermana, por eso siempre cargaba un cuchillo del tamaño de su meñique guardado en el bolsillo. Dos veces le había comentado a su padre sobre el comportamiento desagradable de su tío en medio de la borrachera.
—Muchachita que le gusta inventar, te va a salir el diablo por estar hablando mal de su tío.
Decía Pedro Tinoco para callarla y no darle rienda al pensamiento que también se había apoderado de él, por eso ya no salía a llevar el pescado al pueblo cada tarde, prefería salarlo para venderlo en su rancho más económico a quien se llegara a comprar. La idea dejó de parecer buena cuando la remesa para el mercado se vio mermada, tamaña razón movió a Pedro Tinoco de estrategia y salía a vender cada viernes. Se marchaba en su bicicleta luego de darle una charla indicativa a Rosa María de cómo tratar con su tío.
—Siempre con distancia mijita.
Así terminaba el sermón y se iba rumbo al poblado.
Julián comenzó a sentirse atraído en pleno estado de sobriedad por su sobrina menor, por las noches navegaba en la fantasía de estar junto a ella acariciando los secretos de su inocencia. Maquinó valiéndose del uso de su astucia para ganarse la confianza de la niña, apartó el dinero del vicio, resistiendo las crisis de abstinencia para comprar galletas de coco, las preferidas de Rosa Lucero.
Cada tarde iba a llevarle un par, ganándose así los encuentros apartados por el patio. Rosa Virginia lo perseguia con su mirada, no le parecia de mucha gracia aquellos detalles. Para desdicha de la familia Tinoco Julián desbarató lo hermoso de los primeros años de la infancia de Rosa Lucero, una tarde de invierno cuando Pedro Tinoco había salido con un costal de pescado y sus hijas a recoger leña por la ribera del río, Rosa Lucero se adelantó para guardar un conejillo que habían encontrado en el camino. Abrió la puerta del rancho, pasó hasta el fondo sin percatarse que detrás de ella había entrado el depredador para mancillar su cuerpo, había esperado escondido cerca del rancho todo el día, una oportunidad. Los gritos alertaron a las hermanas, tiraron la carga de leña al piso y se apresuraron a la carrera. Al llegar encontraron a la pequeña llorando, recostada en el catre con el vestido manchado de sangre.
—Fue mi tío, fue mi tío... —Decía la pequeña entre sollozos.
El caos reinó en la casa, Rosa María temblaba tratando de calmar a su hermanita sin saber que otra cosa hacer. Rosa Virginia por su lado comenzó a despertar en su espíritu una sed de venganza.
—Cuando papá llegue le voy a decir que lo vayamos a buscar donde sea que se encuentre.
Expresaba con la certeza que superaba su madurez, contaminada por el odio que a partir de ese día marchitó su adolescencia. Al llegar Pedro Tinoco en medio de la oscuridad de la noche se enteró de la desgracia, maldecía mil veces a su hermano, tomó un machete discutió con Rosa Virginia hasta convercerla de quedarse con sus hermanas, y se marchó a buscarlo en la taguara de Chavela, pero no lo encontró.
Una semana esculcó tinoco en cada rincón de la costa sin dar con el paradero de su hermano, la casa perdió ese brillo juvenil que la vivificaba y le hacía aguantar los embates del invierno. Rosa Lucero no jugaba con su conejo, se sentía presa del miedo que le producía su verdugo que la seguía visitando cada noche en sus sueños. Rosa María dejó de ser la muchacha impávida ante los conflictos de la vida, reprochandole a su padre por no cuidar de ellas como debía. Rosa Virginia se arrinconó del lado oscuro de los pensamientos sin otro deseo que encontrar a Julián y golpearlo hasta que deje de vivir.
Pedro se convirtió en un hombre que había traspasado la barrera de la soledad haciendo del otro lado un techo de frustración, no le provocaba ir a vender al pueblo por la voz de su conciencia que le repetía ser el culpable de la desgracia.
Pasó un mes que para la familia Tinoco tuvo la percepción de un año, no cualquier año; más bien el año donde se arrastaron las cadenas traumáticas secuenciales de una depravación. Regresaba Pedro Tinoco del pueblo cuando escuchó a lo lejos los quejidos dolorosos de un hombre, provenientes de su rancho. Aceleró la marcha y se encontró con un escenario terrorífico y para el gratificante. Julián había regresado esa tarde tambaleándose de la borrachera, al notar la ausencia de su hermano, sometió a Rosa María que estaba en la cocina cortando una gallina con la ayuda de Rosa Virginia, fue un mal momento para Julián. La disminución de sus reflejos y el cuchillo en manos de Rosa Virginia, sacaron la sed que le había resecado la garganta de su corazón apuñalandolo doce veces, una por cada año de su hermana, así lo había jurado en su mente.
Al entrar Pedro Tinoco, Julián expiró gorgoreando una última palabra... "perdón"
Pedro Tinoco tomó el arma del crimen y se presentó en la comisaría, allí declaró que lo mató por una mísera confusión.
—¿Cómo así? —Preguntó el comisario.
—Él confundió que una familia por vivir en la pobreza es indefensa, y yo confundí justicia con venganza. Supongo que es por el parecido que nos presenta nuestra cegada miseria humana.
Pedro Tinoco fue a la cárcel, las niñas a un hogar para menores y el rancho no resistió un invierno más, la paz de su gente se había desmoronado al igual que sus paredes.
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