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ELEUTERIO ENTRE AMORES Y CANCIONES


 ELEUTERIO ENTRE AMORES Y CANCIONES.

En el lienzo partido sobre el horizonte de una tarde gris de junio, dibujaba Eleuterio Aponte con una melodía fandangosa y una letra satírica salpicada de romance, la figura de una mujer que le espantaba la melancolía entre el reposo de los algodonales. Rasgada la camisa por el jalonear de los espinos, al igual que el pantalón que ya había dejado los pedazos del ruedo en el rigor de la brega campesina. Estaba volviendo a tocar después de un mes de sequía creativa, abandonado por la musa, que al parecer se había marchado a otras pampas enamorada del viento barinés. El cuatro, su compañero de serenatas lo había perdido una noche de parranda, donde la euforia de los tragos le hizo perder la compostura al sentirse ofendido por un cantante, quien le alardeo ser un contrapunteador mediocre y sin estilo propio. Con el orgullo herido por la mancilla de aquella ofensa, fue víctima de una paliza y terminó con las estillas del cuatro en la cabeza.

—Y era un cuatro larense, de los buenos —comentó el anfitrión de la fiesta.

Lo único que quedó del instrumento fue el diapasón, ante la tragedia para un músico de su talante, le puso por caja sonora una lata de kerosene y cuatro cuerdas de nylon de pescar bien templadas a puro oído, hasta cojer la melodía que recitara al puntearlas: cam-bur pin-tón.

Cada tarde se sentaba debajo del mango que sombreaba el patio central del hato las maporitas en las afueras de la población del Socorro, allí era inevitable la formación del círculo de obreros que se deleitaban con las letras jocosas o lastimeras que salían de la boca del adiestrado verseador. Vivía de hacer sentir vivo a los demás, con el bálsamo que salía en la letra de sus canciones. Había salido de su pueblo hacia dos inviernos con la firme promesa de volver para casarse con la mujer que había cautivado el indómito potro de sus sentimientos. 

Cada canción de amor tenía en su gramática el nombre de Zaida.

Zaida la hermosa, Zaida la bella, 

Zaida que miras con ojos de estrella.

Zaida que quitas mis amargas penas.

Zaida siempre Zaida, mi luna llanera.

—El hombre sin nada que ofrecer no deberia de fijarse ni en ganado ni en mujer. —Afirmaba el padre de la joven lanzando un lanzaso certero para Eleuterio que sólo contaba con la comida del día, las alpargatas desgastadas por el vaivén de la vida y un futuro que basado por su presente, no era digno de la envidia de los ambiciosos. Dormía donde le agarrara la noche, cargando con su cuatro bajo el brazo, un trozo de lápiz sin borrador y un cuaderno de portada descolorida para componer las canciones que le dictaba su mente. 

Pero el amor transforma a los hombres en animales de índoles diversas, salvajes, domésticos y una que otra vez en presa. Eleuterio había escogido la primera metamorfosis, decidiendo arrebatar un porvenir con bases en el sedentarismo que brinda el dinero, con tal de tener la fresca compañía con olor a mujer. 

Ziaida tenía una ambivalencia en sus ojos, que expresaban con facilidad una inocencia envolvente que solapaba un comportamiento inquieto poco perceptible ante la mirada de un hombre enamorado. Tenía 19 años, no se juntaba con las mujeres en la cocina, su gusto era más inclinado hacia el pastoreo cerca de los corrales, cruzando miradas cómplices con alguno de los hombres que demostraban sus destrezas de llano. Eleuterio la había conocido cuando fue contratado por el padre de esta para esmatomar un potrero, en la finca donde vivian cercana al pueblo de Cantauria, sin recibir mayor paga que unas palabras cruzadas con la muchacha cuando moría la tarde. Cosa que al viejo no le molestaba por el bienestar que le causaba en el bolsillo.

Se levantaba todos los dias en la finca las maporitas antes de que se aparecieran los primeros rayos del sol, tenía entre ceja y ceja la promesa de volver con el dinero suficiente para comprar los "peros" del suegro y casarse con la mujer de sus canciones. Desayunaba con un vaso de agua y un trago de café, almorzaba con arroz y frijoles y para la cena le bastaba un pedazo de queso con panela. Se había sometido a una vida austera para ahorrar los rebuscados centavos eliminando los gastos que habian pasado a ser de segundo plano, como el del chimó. Olvidándose con esfuerzo del vicio por la repugnancia que le causaba ese olor a la muchacha.

  Desmenuzaba una mata de algodón a la mitad del tiempo que los demás, terminando el día con un mínimo de 180 kgs en su almacén, sacando doble ventaja sobre los más hábiles cosechadores. 

Era tal el olvido de si mismo al que se había entregado, que había perdido la costumbre del ase y del uso del calzado. Las garrapatas y los bichos voladores le hicieron la piel como la de una baba. Pero no escatimaba esfuerzo alguno, y cuando las ganas de flaquear venían, dibujaba de nuevo en el lienzo de las tardes grises de junio el rostro de esa mujer. 

Pero para el campesino la dicha se echa en el mismo saco de la suerte, suerte que ni es tan azar porque los hilos se mueven en manos de los poderosos que mueven el mercado. El descubrimiento de un pozo petrolero a pocos kilómetros en el pueblo de Espino, hizo de lado el comercio del algodón que sólo sirvió como estopa para incendiarse en los galpones. El único saldo que se llevaba Eleuterio de vuelta a su pueblo era el del cansancio, los estragos del hambre en el raquitismo de su cuerpo, el cuatro de latas y el cuaderno de sus composiciones. 

Hizo escala en la ciudad de la Pascua, se fue a la plaza a pensar en en lo que piensan los desdichados. Escuchó a dos estudiantes de odontología afanadas por conseguir unos dientes, estaban dispuestas a pagar buen precio por dos piezas. Ante la necesidad de comprar un cuatro nuevo digno para llevarle una serenata a la mujer de su ilusión, se ofreció sin dudar a cambio de la paga que le fue suficiente para comprar un cuatro nuevo y dos pastillas de analgésico para el camino.

En la frontera de la tarde moribunda y la naciente noche, llegó a la finca donde vivía Zaida, la hermosa Zaida. Saludó a los viejos que estaban en el corredor y al verlo guardaron silencio, los saludó con el ímpetu de quien trata de esconder su desgracia con la energía del apretón de manos fuerte y solicitando el estado de la familia durante su ausencia. El padre de la muchacha labraba un palo sin sostenerle la mirada al recién llegado. La madre se levantó de la butaca sacudiendose el vestido sin tomar interés en la visita, unas risas retosonas provenían del cuarto de Zaida. El viejo se mantuvo impoluto labrando el palo preguntándole más por formalidad que por interés, el como había sido su vida en los algodonales sin levantar la cara.

De pronto salió Zaida a la puerta de la habitación con una bata de dormir y detrás de ella un hombre de pecho desnudo, fornido de piel negra y manos grandes. Entendiendo lo sobrante de su presencia en aquella escena, se marchó sin borrar nunca jamás el nombre de la traición con el rostro de una mujer que le hizo creer, que se estaba convirtiendo en un hombre salvaje y no en la presa real de su engaño.

En el camino se sentó debajo de un sombrío samán a escribir para matar la impotencia: 

El valioso precio del silencio lo he tenido que pagar con la imprudencia de mis palabras, la susurrante victoria que brinda la paciencia, la he visto pasar de lejos por no frenar los pasos de mis ajetreadas decisiones.

He recorrido el mundo habiendo aprendido poco, he desechado los destellos de la felicidad por tomar lo abundante y efímero de lo material, esos que al perderlos hasta el recuerdo se llevan.

He vivido con tres centavos de amor y un millón de tormentos, con menguada paz y exagerado enojo. Paliando el dolor con consuelos vanos. Multiplicando el refrigerio de la esperanza para no morir de sed.

He caminado tanto que el dolor de los pies desaparece con la distancia, he recibido tanto por piedad como por pasión.

He tanteado en la oscuridad de la tragedia buscando la lámpara del sosiego, he brindado por el dolor de la separación convenida y me he lamentado por la unión que estorba a la serenidad.

Pensaran que he aprendido mucho, yo sin embargo diría que poco. Lo mucho ha sido las veces que por insensato he trillado una y otra vez el camino del desacierto.

¿Un guerrero?...no, en realidad sigo en la lucha llevado por la fuerza de la eventualidad, que me empuja a seguir el indetenible curso de la vida.

Vida misma que no tendría sentido sin esos desaciertos que estremecen el suelo de mi existir, sin ellos la vida no sería vida, el sentido no tendría sentido y el existir dentro de si mismo se tragaría y dejaría de ser. Y el vivir entonces seria morir.


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