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La casa de Marcela

 

Muchas son las Marcelas que han pasado o están pasando por esto. Un cuento que no es tan cuento.

#mujer #maltratoemocional #relato #escritores 


LA CASA DE MARCELA.

La podredumbre de aquella casa de paredes agrietadas era imperceptible al olfato ya acostumbrado de Marcela, la fui a visitar para que mi madre no me tomara por mala gente. Cada vez que ella no podía ir, me encomendada la tarea de llevarle una bolsa de alimentos por aquello de bondad del corazón. 

Al entrar, Marcela me pedía que me quitara los zapatos para no ensuciar el piso de la sala, debía realizar un esfuerzo grande para disimular la grima que me causaba la cerámica manchada de excremento de perro, unas disecadas y otras frescas. Ella siempre vestía con vestidos enterizos no muy variados, o era el blanco curtido, el rojo con machones de carbón o el azul estampado de manteca rancia. El pelo despeinado y pobre de vitalidad; caminaba lento por el avanzado estado de su embarazo, me ofrecía café algunas veces me excusaba, en otras era imposible no aceptar que calentara un poco en la cocina que servía de pista a las chiripas. Su mirada era triste, a tal punto que casi borraba la hermosura de un rostro que se ocultaba en la decadencia de una mujer que había dejado de valorarse. 

Cinco años atrás Marcela llevaba la contabilidad de una empresa, usaba esas faldas tubulares de ejecutiva, organizaba banquetes aburridos con inversionistas y daba una que otra conferencia por mes. Creo que estaba triunfando porque estaba en un momento de su vida que cuanto se proponía lo alcanzaba. Hablaba con denuedo sobre economía, política y filosofía. En ella aplicaba muy bien la frase de que el intelecto le agregaba valor a su belleza. Pero eso era una historia tan destruida que ya no quedaba vestigio ni del hecho, ni de la protagonista.

Su marido un hombre de rostro perfilado, mirada vivaz y una risa aguda que pisaba el molde de la ridiculez, solía sentarse en medio de la sala a exaltar la maravillosa vida que llevaban como matrimonio. De su boca no salía otra cosa que halagos para aquella mujer de mirada triste, que de vez en cuando asentía con la cabeza y una sonrisa a medias las proezas anecdóticas de su marido. Me repugnaba al igual que el mal olor de la casa, el que me tomara como estúpido asegurando que yo me creía aquella vida matrimonial envidiable, misma que hacía contraste con la decrépita apariencia de su mujer. 

Marcela tomaba una posición particular al sentarse, manos entrelazadas metidas entre las rodillas, presionando el abultamiento de su gestación, como si la pena por la marca de sus muñecas era mayor que la incomodidad de apretujarse la barriga. Había vivido tanto en la oscuridad que había confundido lugar de tormento con lugar seguro, la marca de los nudillos en sus pómulos requerían de disparatadas y largas excusas de su parte. Tampoco distinguía sobre quien era la víctima de su película personal, y quien el victimario; es más había aprendido a proteger con argumentos la agresividad que recibía. Cayó en un hueco que se fue abriendo ante sus ojos, y lo paulatino se lo hizo ver como normal, presentándole una libertad ficticia que la transformó en una mujer anulada.

Todo el que la conocía veía el estado deplorable de Marcela al igual que yo, solo una persona no lo veía de esa manera; ella. Se llegó el momento del parto, mi madre le ayudó a recoger todas las cosas que había acumulado para tan esperado momento; un rollo de papel higiénico y un paquete de toallas clínicas destapado donado por una amiga suya. Era todo cuanto tenía, de las demás cosa aseguró que su marido se encargaría, por más que lo esperamos en el hospital nunca llegó. Cubrimos sus gastos y por cada cosa comprada ella aseguró que su marido nos pagaría, pero ni mi madre ni yo esperábamos el cumplimiento de tal promesa. 

Mi madre le propuso quedarse todo el post parto en nuestra casa ya que yo debía regresar a la universidad y así se servirían de compañía, titubeó con una sonrisa nerviosa.

—Mauricio me mata sino me voy para la casa —detrás de esa sonrisa sabíamos que no estaba una metáfora.

Mi madre negoció que se quedara una semana y con eso le limpiaria la casa para prevenir que el niño sufriera de alergias, se quedó pensando por un instante miró a mi madre con una expresión de auxilio, aceptó el trato no convencida del todo, pero hizo caso a esa voz que le dictaba la mujer que en realidad era. 

A los tres días de estar en nuestra casa, llegó Mauricio tambaleándose de la borrachera, pegando gritos en la puerta como si se tratara de buscar en la sabana una becerra de su propiedad. Tan pronto como salí hizo silencio, balbuceó y me pidió disculpas, disimulando su intransigente comportamiento. Luego de aquel incidente mi madre convencio a Marcela para que fuese a solicitar una orden de alejamiento a la fiscalía.

Me tuve que marchar a la ciudad por los que haceres de la universidad, conseguí un empleo para solventar los gastos, siempre llamaba a mi madre pero no pregunté por Marcela, ni ella me la traía a conversación. Me gradué y a los dos años regresé a mi pueblo, mi madre rebosaba de alegría.

—Mañana vamos para donde Marcela, va a preparar una parrilla. —Dijo mi madre con una expresión de fiesta.

—De perros y chiripas no se hace parrilla, —dije en tono burlón.

Mi madre insistió tanto que terminé por aceptar la invitación, llegamos a la misma casa, pero parecía otra, era limpia sin ese olor a podredumbre. Habían perros, todos bañados y bien alimentados. El niño jugaba en el piso sin temor a embadurnarse de excremento, Marcela gozaba de su segundo embarazo, vestía de ropa limpia y hablaba con tal alegría que quería contar todo lo ocurrido en mi ausencia a la carrera, y de como se le había caido la venda al regresar de casa de mi madre, que la cegaba en el camino de su autoestima. 

—Tuve que salir del circulo y verlo desde afuera, —confesó.

Su nuevo esposo Dario era un hombre con una gracia que de cualquier cosa sacaba un chiste, y nos hacía reír por más simple que fuera. 

Yo hablaba poco, estaba perplejo y le preguntaba con la mirada a mi madre—¿es la misma marcela?. —Era la misma, solo que esta vez su rostro era adornado por la prenda más reluciente de una mujer, la sonrisa que describe en un gesto su felicidad, y el valor recuperado en su caso de ser mujer.

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