LA ENFERMEDAD DEL PÁRAMO.
La historia con la predilección de su función enseña que cada cierto tiempo una epidemia sacude la población, sacando de la humanidad dolor, pérdida, y los más precavidos aprenden después de lidiar con el asedio de las noticias que bombardean a cuenta gotas su paz a no tomar medidas que violen su libertad ni su cordura. También trae a flote el escepticismo de los que no creen que el agua moja o el fuego quema.
En el pueblo de Chiguará una joya perdida de los paramos andinos, ocurrió la más extraña de las enfermedades comunitarias. No se transmitía por la respiración, la saliva o el sudor ni las heces. Era tan silenciosa, que no se podía notar manifestación alguna para cortar con la cadena de contagios debido a la ausencia de sígnos de alarma. Sin embargo había un síntoma y sólo se podían manifestar a través de las palabras, sería por eso que los más cerrados en el trato eran los más afectados.
Así era Maria Clarisa una joven que había aprendido a mirar solo hacia su interior desde la perdida de su castidad por la fuerza en su rancho cuando aún no menstruaba, a manos de un monstruo del que no quiso hablar nunca. Su madre trabajaba desde el amanecer en el campo de las hortalizas viviendo en un sentido resumido de trabajar para sobrevivir. Para María Clarisa el pueblo sólo le ofrecía monotonía y ocio, de no ser por la plaza donde se reunía por las tardes despues del colegio con sus amigos para jugar o conversar un rato, la locura se hubiese apoderado de ella. Temía convertirse en lo que decía su tía Clemencia a quien apodaban la loca de los conejos.
—Quienes se quedan aquí se convierten en matas de frailejón —aseguraba en la cascada de su soliloquio.
La enfermedad se la llevó cuando apenas cumplió los 25 años, ella fue la paciente cero. Quedó tendida en el patio de su rancho, cerca de la jaula de los conejos. No tubo ni marido ni hijos; no trabajó en las hortalizas ni en los cafetales; tampoco salía a la plaza como los demás que sólo buscaban sosiego a la desolación que sufrían, pero que nadie hablaba con ligereza como ella. Por cosas como esa la llamaban la loca de los conejos. Esos animales eran su refugio en la lucha por no resignarse a la simpleza de cargar una cruz que no deseó hasta que la enfermedad hizo de ella lo que quizo.
No se habían secado las lágrimas en la mejillas del rostro de la madre de Clemencia, cuando ya don Bacilio mirando los estantes de su bodega llenos de polvo y mohosos por el orín de las ratas, dispuso su corazón de par en par para que la enfermedad acabara con la miseria de su negocio y la impotencia de su hombría. Se emborrachó un domingo y al morir el sol llegó a su casa, corrió a su mujer y a su hija para que no testificaran el momento que la sombría enfermedad se lo llevara, se encerró en el cuarto haciendo oídos sordos a los gritos de su esposa y el lloro de la niña a la entrada de la casa. Cuando el silencio le ganó a la angustia, su mujer entró al cuarto, y el olor a muerte la espantó.
El más triste caso de esta enfermedad fue el de María Clarisa, soñaba con su tía Clemencia que la invitaba a irse con ella. No era mala María Clarisa, mentía pero no era falsa, reía pero no era feliz. Fue la única que dio signos visibles de la enfermedad del páramo, por las 17 marcas repartidas en los antebrazos. Sentía que era la única manera de mermar el odio con el que vivía. Le causaba repulsión que su padre tuviese por talismán una botella de miche, le revolvía las tripas la indiferencia de su madre, quien sufría de una ceguera negacional, y trataba de resolver el vendaval de la familia con pizca y paledonias rellenas con dulce de plátano. Pero no era su culpa, había sido criada con la filosofía de que el trabajo y la comida matan la tristeza, y el llorar era único para las manifestaciones de los espantos, y el hablar de sentimientos era para los que solían dar lástima.
El día que se quebró ante la enfermedad del páramo, Maria Clarisa se fue al colegio como de costumbre. El uniforme planchado, lustró los zapatos como quién va a reunión de gala y metió un frasco que tomó del granero en su mochila. Se despidió de su madre que afanada pillaba maíz, no quiso ver a su padre, pero le dejó recado:
—Cuando papá despierte dile que a veces sueño que soy una botella, que corre ron en mis venas, me llamo miche y pasamos horas riéndonos de todo.
No volvió a casa María Clarisa, la encontraron cerca del río con el frasco de pesticida al lado, de la misma marca que usó su tía la loca de los conejos y don Bacilio. María Clarisa fue una paciente que pudo salvarse por la contrariedad de no querer encerrarse en la celda del silencio, quiso hablar pero no hubo oídos donde reposar sus palabras. Se la llevó la enfermedad del páramo que aún se esparce en el silencio.
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