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Repartidor de visitas.

 

Repartidor de visitas.

A los 17 años Sandra pensaba que el mundo se comía como pan y café con leche, abandonó la universidad para unirse a la sociedad juvenil del partido anarquista. En su círculo social el estudio era una manera opresiva y deshonrosa que sólo complacía a los viejos que les encantaba escribir con sus lápices el futuro de sus hijos. No le parecia que eso fuera ni siquiera un poco justo, no para una chica de espíritu libre como ella que aborrecía las normas de un hogar donde no escaseaba el amor. 

Se encerraba en su habitación para alejarse de los sofocantes consejos de su madre, que casi siempre terminaban en un ruego enjugado con lágrimas. Tenía postes en las paredes, de rostros blancos con risa fantasmal y flecos en la frente, pintados sobre fondo negro. Se le podía pasar las siete vidas del gato de haberlas tenido, consumiendo contenido en las redes, frotando la pantalla una y otra vez tejiendo un hilo infinito del sin sentido de la vida.

Al cumplir los 18 se miró en el espejo del baño y se reafirmó que era joven y hermosa, no debía dejar pasar esa combinación sin probar los manjares que sólo son alcanzables con la mano de una lujuria desprendida. Armó una maleta con lo que consideró esencial y salió de casa sin despedirse de sus padres, siguiendo una dirección que le había dejado un trotamundo capitalino en un mensaje. Le prometió llevarla a conocer un mundo verdaderamente libre. Se fue confiando en un rostro que sólo habia visto en la pantalla, sin pesar en la balanza de la duda la certeza de esa promesa. 

Llegó a la gran Caracas al amanecer, con las manos frías y el corazón acelerado por el nerviosismo del desconocimiento. Se fue a la sala de espera, sacó su teléfono, no tenía notificación alguna de su anfitrión a pesar de la cadena que ella le había escrito. Esperó hasta el atardecer comió del poco dinero que llevaba y la impaciencia ya había echo un nido en su cabeza. A la medida que iba cayendo el sol la sensación de abandono se le hizo triste y palpable al comprender que nadie iria a recogerla.

En su casa el frío desaparecía con la cobija limpia que su madre se ocupaba de lavar, el hambre duraba el espacio entre su habitación y la cocina, el sueño le era imperturbable hasta el mediodía si lo deseaba. Esa noche en el banco supo con diferencia lo cómoda que era su cama, sin más compañía que la soledad y la incertidumbre. 

Una racha de malas visitas se le fueron encima, la primera en llegar fue el hambre que le recordó su precaria finanza. La segunda fue la intemperie, no soportaría pasar otra noche en ese banco, el mundo libre que había recibido como promesa la convirtió con sigilo en esclava. La primera vez que vendió su cuerpo entendió con lo pocos billetes en las manos que la moneda de la juventud y la belleza era costoso entregarla sin deseo, y solo dejaba el valor del vacío en un espíritu huérfano de sensatez.

Dos meses estuvo vendiendo la piel en las esquinas, su rostro demudado expresaba en silencio el devolverse, pero ya no se sentía digna de regresar al lado de unos padres que a su parecer con justa razón la desprecirían.

Una noche de domingo dos ladrones se le acercaron para arrebatarle el diario de su cartera, se aferró para no dejarse robar, y eso le bastó para recibir un disparo en la pierna derecha. Unos transeúntes llamaron a urgencias. Sandra fue llevaba a la emergencia y la vida se le escapaba de las manos, pero no era ese el punto final de su destino. Despertó luego de una operación en la habitación A de la sala de traumatologia en la cama número cuatro, cerca de la ventana y un cartel en el pedestal de la cama que decia: paciente sin acompañante.

Cuando empezó a caminar ayudada por las muletas, se asomaba al balcón y veía todos los dias justo a las dos de la tarde a un muchacho caminando con un cartel en mano, se paseaba por el jardín del hospital, cerca de la entrada principal. Daba la impresión de ser un vendedor, levantaba el cartel y parecía gritar llamando clientes. En la melancolía de una tarde Sandra miraba con desdén a sus compañeras de cuarto conversando con sus visitas. Sintió envidia y quiso tanto a los suyos en ese momento, se recostó de medio lado y se echó la sabana encima, tratando de conciliar el sueño del olvido. No había terminado de estirar la sabana cuando un joven entró sin hacer ruido, se acercó a su mesa de noche y se retiró después de dejar una tarjeta que decia: se venden visitas por el precio a precio de gratitud, si deseas comprar déjame saber con las enfermeras.

Con una sonrisa a medias la joven leyó la tarjeta y no despreció la oferta, anotando su nombre y número de cama en una lista que tenían las enfermeras en el Start. Al día siguiente a la hora de la visita el joven se apareció con el cartel enrollado en la mano, con la pena del primer encuentro se le acercó y la saludó en voz baja. 

—Me llamo llamo Rafael, aunque si deseas encontrarme debes preguntar por Chapín.

El joven era picaresco en sus gestos, esa actitud disimulaba los estragos de una enfermedad que se empeñaba en hacerle parecer un viejo en un cuerpo desgastado de 25 años. 

—Sandra —dijo sonriendo.

Chapín se disculpó de antemano por no que darse más tiempo del que le gustaría, pero el deber con otros clientes lo llamaba.

—¿Clientes? —preguntó Sandra con una mueca de asombro en su rostro, no tomó en serio el mensaje de la tarjeta, anoto en la lista más por curiosidad que por cliente.

—Sí, clientes —replicó Chapín.

—¿Y que vendes?

—Visitas.

—¡Aah! Ya en serio ¿que vendes?

—Visitas —repitió —soy el repartidor de visitas de este hospital, bueno y antes repartía en otros tres, pero ya no me da el tiempo.

—¿Tienes muchos clientes?

Chapín sonrió con melancolía y le respondió acercándose con una actitud secretista:

—Te sorprendería la cantidad de gente que daría la vida por una visita.

Sandra con la sonrisa de la melancolía le aseguró:

—No me sorprende... te creo.

Chapín se aseguraba de no dejarse ver las ramas del catéter de diálisis que tenía en la clavícula, usaba suéters con cuellos de tortuga aunque lo agobiara el calor. No le parecia dejarse ver débil si preciso fungia como alentador a los que no tenían la opción entre estar solos por obligación y no por decisión.

Durante una semana pasó chapín a dar su entrega de visita a la chica, tal fue la costumbre que cada tarde Sandra se peinaba con los dedos sus ensortijados cabellos después de ducharse, y se sentaba a la orilla de la cama para escuchar al mundo exterior a través de las palabras pintorescas del repartidor. Conoció a la gran Caracas más por los relatos emotivos de su amigo, algunos llenos de mitos y otros cargados de certeza, que por el recorrido que no pudo hacer cuando llegó buscando un sueño de libertad.

—¿Cuando te den el alta a donde vas a ir? —preguntó Chapín violando las políticas de repartidor.

—No lo sé... —respondió la chica bajando la mirada y esculcandose las dedos, dando la impresión de buscar una respuesta entre la carne y la uña.

—¿Tienes familia?

—Sí, tengo a mis padres; pero no creo que quieran aceptarme en su casa de nuevo.

Chapín no acostumbrada a involucrarse más allá de una conversación con sus clientes, pero una extraño sueño febril que se le repetía noche tras noche, le hizo sentir que su tiempo como repartidor estaba por terminar. Y se quería despedir haciendo algo más, que se quedara sembrado en la tierra fértil de algún corazón, rebelde, dolido o solitario y en Sandra había una mezcla de eso, que clamaba con un gesto imperceptible fácil de traducir con el diccionario de la empatía que portaba Chapín, sosiego.

—Sí estás de acuerdo yo iré a la casa de tus padres, les diré lo que te pasó, estoy seguro que vendrán para llevarte de vuelta a casa.

Por la vergüenza de escuchar lo que sus padres pensaban de ella, le pidió a Chapín que le trajese solo una señal de respuesta, así evitaría el dolor de las palabras. Si la perdonaban el colgaría un pañuelo blanco en la rama del samán del jardín del hospital, donde ella pudiera verlo. Ella se asomaria a la hora de la visita y si el pañuelo no colgaba ella lo entendería, Chapín le juró que así lo haría.

Con la dirección en un papelito escrita con crayón, Chapín se fue a San Juan de los Morros buscando como redentor el perdón para una cliente. El retraso por el viaje le hizo perder el turno en la sala de diálisis, regresó al dia siguiente con los pies inflamados y luchando por aspirar una bocanada de aire. Se ahogaba en su propio líquido, sufriendo sin un familiar que lo acompañara al servicio de nefrología. Chapín sabía lo que era el ruido de la soledad, había crecido en la calle, hermano del abandono y con Los mimos que le brindaron los gajes de la selva de cemento. Por eso sufría la soledad y el abandono de los demás como suyos y creo la empresa "de la compañía", como le bautizó logrando sostenerla por 7 años, mismos que llevaba dependiendo de la máquina de diálisis.

A su regreso Sandra fue dada de alta, recibió las recetas del médico las dobló y las metió en un bolso que alguien le regaló. Ya eran las tres de la tarde y temía asomarse al balcón y no ver la señal, esperó con resignación hasta las 4:30 no quería hablar con Chapín tal como lo había prometido, sin embargo quería verlo pasar a visitar a otros clientes y despedirse con un gesto de agradecimiento. Se peinó los cabellos con los dedos y se roció de un perfume que le prestó una compañera de cuarto, parecía una niña que espera la salida del payaso a la función para reír a carcajadas de felicidad; pero se hicieron las cinco de la tarde y Chapín no llegó, se le había apagado la luz de la vida conectado a la maquina de diálisis.

Sandra salió por la puerta principal del hospital con la mirada hacia el piso, con la misma carga que la había llevado a delirar en su caminar, la soledad y la intemperie. Al levantar la mirada hacia el samán, casi no se le veían las ramas. Tapado con una sábana blanca que tenía una palabra en letras grandes y amarillas: AMOR. Y debajo del árbol esperaban sonrientes los padres de Sandra.

En la esquina del jardín donde siempre se ponía Chapín con su cartel de vendedor, había un letrero que el mismo habia escrito como epitafio la noche amterior:

A mis clientes les informo, que debido a los ceros a la derecha que acumulé en la cuenta bancaria de la gratitud durante estos años. Se me fue posible irme de vacaciones por tiempo indefinido a la isla del paraíso, donde se recrean las almas que decidieron brindar un poco de amor en este mundo. 

Atentamente: el repartidor de visitas.






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