Lamento longevo.
En la soledad fría de mis años ceniles, me pregunto cada cuanto me vienen los chispazos de la memoria ¿Que será de mi descendiente? ¿Qué le habré hecho para merecer el único saludo de su abandono? ¿Sería muy poca la lacena de amor que invertí en él desde el mismo día que lo abrace con mis pupilas y lo mire con la piel de mis brazos? Si hubiera podido congelar su sonrisa producto del idealismo del héroe que fui en su infancia. Vaya que el sentido de la vida para el hombre cambia según la curvatura de su edad, ayer era su héroe; hoy menos que un estorbo.
No deseo morir aunque consiente soy de mis años de gracia, pero tengo sueños y eso vivifica más que la juventud. Por eso creo que aunque mi hijo cree que esta viviendo, me gustaría enseñarle que la vida no se termina con la muerte, ni se alimenta de que haceres o trabajo. Se alimenta de cosas tan simples como el soñar que el vendrá, con un paquete de chocolates que saben a su ternura, y una taza de café caliente endulzada con las ganas de perder el tiempo con conversaciones que evocan las risas, la melancolía y el recuerdo.
Desearía vivir dos vidas más, para acompañarlo en los años cuando su blanca cabellera y su arrugada piel se sienten a mirar la vida de ayer matizada por las tardes grises de la soledad, esperando a un hijo que quizás tampoco vendrá a traerle chocolates o café. Hijo si volvieras antes de mi partida, te diría que he vivido mis dos temores; el olvido que es peor que la muerte, y el abandono que es el hueco donde se desecha lo que se quiere olvidar.
No te culpo del todo, creo que hoy pago el precio de lo justo por lo que hice tal cual con mi padre, pero he hablado con Dios para que la cuenta tuya la agregue a mi talonario, para que en tu vejez no debas nada, y tu descendencia no te de a tomar el amargo te de la soledad en noches de lugubre tristeza.
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