Llegó la tarde de ese día y Anamelia no llegó para la quesera de su abuelo, tampoco para su
casa; don Anastasio en vista que esa mañana su adoración no llegó por la
preciada leche. Para aumentar su preocupación en la casa estaban consternados
por la ausencia de Anamelia, la madre ahogada en desespero; se paseaba de un
extremo a otro en la cocina, rechinando unas viejas cholas sintéticas a cada
paso. Y daba plegarias a Dios para que nada malo le pasara a su hija; y era
inevitable que a los hermanos, vecinos y hasta el mismo don Anastasio no se les
reflejara en la mente el atroz asesinato que había pasado semanas antes con la
joven hija de doña Paola. Confusión, impotencia desesperanza se apoderaban cada
vez más. Don Anastasio en compañía de su compadre Argimiro y otros voluntarios más
se hicieron un equipo de búsqueda para rastrear la zona; recorrieron la vieja
carretera una y otra vez. Daban voces pronunciando su nombre, pero solo el sórdido
eco de la montaña les respondía; se adentraron en el monte, pero ya era de
noche decidieron suspender la búsqueda para la madrugada del día siguiente.
Provistos de agua pan y queso antes de rayar el alba se
reanudaba la búsqueda nuevamente, don Anastasio llevó consigo una escopeta
morocha; no se sabía si las circunstancias lo ameritaba y era mejor ir
prevenido. Sonidos de ramas quebradas abriendo camino por los espesos cujisales,
hojas de saeta sajaban los brazos de don Anastasio era la luz de sus ojos; ojos
que parecían echar sangre pues eran consecuencia de ese pensamiento negro de la
desgracia de la hija de doña Paola. Incursionado en los matorrales uno de los
trabajadores de don Anastasio dio traspié con una rueda de bicicleta cubierta
con matas de paja; dio aviso a la compañía sobre el hallazgo. Con mirada triste
y voz quebrada, don Anastasio dijo “es la bicicleta de mi muchachita, Dios mío”
se le acerca su compadre Argimiro para darle una palabra de aliento; “tranquilo
compadre de seguro está escondida en algún mogote, alomejor escuchó algo que le
dio miedo”. Eso le decía poniendo su mano en el hombro del decaído hombre, como
una señal esperanzadora. Viniendo esas palabras de un amigo de tanto aplomo carácter
noble, que de solo oírlo hablar se le reconocía su inteligencia y empeño de no
rendirse nunca hasta lograr lo que se propone, pues le infundo cierto aliento
al cabizbajo Anastasio.
La bicicleta de Anamelia la impedía para terminarla de sacar
del pajonal, un bejuco que se había entrelazado en la cadena. Don Anastasio le
dijo a su compadre “páseme su cuchillo para cortar este desgraciado bejuco”,
era costumbre como típico hombre del campo ver a don Argimiro con un cuchillo
de tres canales y una típica cacha de hueso brillante con las iniciales A.R.
Pero ese día solo cargaba la funda del cuchillo, se le había olvidado llevarlo.
Pasaron los días, ni una señal de Anamelia; nadie la lloraba
tanto como su madre y su abuelo. CONTINUARÁ…
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