EL PUEBLO DE LOS DISCAPACITADOS.
El teniente Manuel Jurado vivía al margen del conglomerado del pueblo, era alto y fornido. Se vestía con trapos que dudosamente habían sido lavados en lo prudencial entre postura y postura, siempre cabizbajo apoyándose de un bastón de roble bien pulido que un antiguo amigo suyo le había regalado para que le sirviera de guía ante su ceguera. Había perdido casi en su totalidad la visión y escuchaba casi que por misericordia del cielo.
El origen de su desgracia aconteció cuando una granada le explotó a corta distancia en el ataque sangriento al destacamento de Cararabo, en el estado Apure, convirtiéndolo en un hombre liciado y solitario. Su único amigo era Joaquín D'Freitas, un joven de origen portugués aficionado al ciclismo y que por razones del buen corazón que tenía, había creado una empatia con el solitario soldado. Le llevaba comida a las doce del día religiosamente, y algunos domingos se lo llevaba a su casa siempre y cuando se duchara, y se cambiara el atuendo por ropa limpia que también le facilitaba.
Todas las tardes pasaba en su bicicleta por el rancho de su amigo para saber de su salud, allí se dejaba envolver por la historia de aquella noche, cuando una columna guerrillera destrozó toda su compañía, quedando el como único sobreviviente. Era con el único con quien el Teniente podía hablar plácidamente sin ser tomado como burla, ya que nadie creía que hubiese estado en combate, aun cuando el mostraba un recorte de periódico con el reporte, pero como no aparecía su cara la gente le respondía con algún chiste que desprestigiara la coherencia de su memoria. Había aprendido a vivir siendo tomado como mentiroso, siendo testigo de su experiencia sus dos discapacidades. Lo único que no toleraba era la tortura a la que lo sometía el hijo del herrero. Un adolescente sin limitante alguno que hiciera referencia al respeto por el prójimo, se posaba con un silbato que era intolerable hasta para los dañados oídos del teniente. Quien una tarde harto de la impertinencia del muchacho lo esperó con tres piedras que pesaban como un kilo cada una, las recogió a tientas por el patio de su decrépita casa, pidiéndole entre murmullos a Dios que le diera la puntería precisa para terminar con esa condena.
Como de costumbre aquella tarde su amigo Joaquín D'Freitas subió a su bici y se dirigió a saber de su amigo, el hijo del herrero también salió a fastidiar al Teniente con la misma facilidad de siempre y gozando del morbo que tal irreverencia le causaba. Faltando diez minutos para las seis de la tarde el teniente Manuel Jurado se sentó frente a su casa preso de la rabia no recordaba ni remotamente, que su amigo iría como de costumbre a visitarlo. Se había centrado tanto en terminar con la arrogancia del muchacho, que puso en poco todo lo demás. Bastante tenía con su soledad y la amargura de sus días.
En el mismo sentido se iban acercando el chico y Joaquín D'Freitas, apenas empezó el silbato Joaquín le reprendió para que parara, pero el muchacho le hizo un gesto de altanería y siguió acercándose cada vez más con la firme y maquiavelica acción repetida, una y otra vez. Guiado por la poca capacidad de su oído el Teniente espero pacientemente que el silbido cerrara distancia, se levantó de la butaca, introdujo su mano en la bolsa donde había guardado las piedras, y lanzó con todas sus fuerzas hacia la dirección del silbato viendo escasamente un bulto. En un sigiloso movimiento el chico esquivó el impacto de la piedra, cosa que no pudo hacer Joaquín que seguía sus pasos llevando la bici en la mano. La contundencia de la piedra partió su brazo derecho en varias partes a la altura del húmero dejándolo casi como carne molida, la gente se fue agolpando, el teniente Jurado seguía oyendo el silbato aunque ya el muchacho había parado, y no alcanzaba oír el grito de su amigo que le decia:
—!Ay Manuel!. Me vas matar.
Sin tomar mayor pausa, el teniente tomó una segunda piedra y la arrojo con la misma intensidad, impactando con una precisión difícil de creer en la cabeza de su amigo Joaquín, la cual se abrió como si fuese una patilla (sandia) en su punto de madurez, y bañándose del líquido ferroso que brotaba por la herida. Cayó sin sentido sobre el pavimento, el de un lado y la bicicleta del otro.
—¡Lo mataste! —gritaba la gente envuelta en un morbo cubierto de hipocresía, ahora si justificarian el tratar como desecho al fenómeno del pueblo.
Al oír esto el soldado sintió un aire de satisfacción seguido de un pesado arrepentimiento, creyendo que aunque había quitado una vida, también había acabado con su tortura. Pero al oír el nombre de la víctima que una mujer asustada anunciaba a viva voz:
—¡El ciego mató a Joaquín!
Cayó en cuenta que se había equivocado, había matado a la única persona que lo trataba como un igual, y no había sido indiferente a sus penurias, ni participe de la burla a la que había sido sometido tanto en la culpa directa, como en la omisión de que nadie intervenía ante la familia del muchacho, para que lo reprendieran y lo dejara en paz. En fin ese era un problema personal, asi se decia en la comunidad y que desencadenó por egoísmo, una tragedia.
"Discapacidades mayores son: el egoísmo, la indiferencia y el irrespeto; no se conoce sus límites"
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