DOS TUMBAS, DOS CARTAS.
Después de tres días de parranda Dario Lunar, se levantó con un sobresalto en el pecho como si su espíritu lo hubiese abandonado en los brazos de la muerte. Puso ambos pies con fuerza en el piso para sentir que estaba vivo, caminó hacia la cocina donde su esposa tiraba los trastes en el lavabo con tal intensidad que no hacía falta preguntarle si estaba molesta.
—Hasta hoy vivo contigo Dario.
Se lo juró por lo más sagrado que al terminar de lavar los platos los empacaría tal como ya lo había hecho con la maleta, y las cosas necesarias para un recién nacido.
—¿Y las cosas del niño por qué te las llevas?
Ello lo miró con el deseo de romperle el cuello, y no le respondió cosa alguna. Él impávido ante la decisión de su esposa encendió la hornilla de la cocina para hacerse una limonada caliente para paliar el dolor de cabeza.
—Tú ex mujer llamó, —dijo su esposa —que vayas a buscar al niño en Bogotá ya que ella no lo puede tener.
Dario Lunar salió de su pueblo en el estado Portuguesa rumbo a Bogotá para percatarse en que estado vivían, no se lo traería consigo ya que sin su esposa el se sentía inútil para cuidarlo. Luego de las vicisitudes propias del viaje llegó a la capital colombiana, hizo una llamada al número que tenía registrado como Virginia mamá de Dario, repicó varias veces pero no hubo contesta.
Se hospedó por algunos días en una posada de mala muerte, por las noches compraba una botella de ron de la mas barata, de esas que queman en cada trago desde la garganta hasta la boca del estómago. Pero Dario estaba tan sumergido en el vicio, que para él era como tomarse un vaso de agua fresca para mitigar la desgracia de sus penas.
Salió a caminar un día a las estación del emblemático transmilenio, buscando una comisaría con la foto de madre e hijo, y así solicitar ayuda a la policía para encontrarlos. Pero por esas casualidades extrañisimas de la vida, Dario Lunar se cruzó de frente con Virginia su ex mujer, la cual cargaba un niño en brazos que no era el hijo en común. Ella se sorprendió mucho cuando lo vio, casi no lo reconocía por el estado decrépito y marasmático que tenía, un hombre de 35 años en el cuerpo de uno de 70.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó la mujer asombrada como viese un espanto.
—Tú me dejaste recado con mi esposa para que viniera a buscar a Dario, nuestro hijo.
—De verdad que el aguardiente te ha matado hasta la memoria, —expresó la mujer moviendo la cabeza en señal de negación.
Le recordó que el niño reposaba en el mismo cementerio donde dormía el que tuvo con su actual mujer, Dario no recordaba tal tragedia. La vida se le había pasado frente a sus ojos arrastrada por un río de vicio y no se había dado cuenta.
Decepcionado se devolvió a su pueblo con la esperanza de encontrar a su esposa y que le dijera lo que había ocurrido con su hijo, pero por más que trató de dar con ella no la encontró, fue como si la tierra se la hubiese tragado. Siguió su vida entre tragos, lamentos y noches de pesadilla en las que se soñaba desenterrando a sus hijo de una tumba que no tenía fin.
Pasaron veinte años, Dario había hecho del hospital su nueva casa, una cirrosis acabó con su hígado y además dependía de una máquina de diálisis para seguir viviendo. Cierta mañana dos jóvenes llegaron a la recepción del hospital buscándolo, la recepcionista se sorprendió ya que en todo el tiempo que llevaba allí solo recibía visita de los que hacían obras de caridad. Sin peros la mujer los hizo pasar a la habitación 126. Al entrar, el acabado Dario les pidió que oraran por él.
—No somos cristianos —respondieron a una voz. —Somos tus hijos.
El corazón de Dario Lunar, se le iba a salir del pecho.
—Mis hijos están muertos, murieron chiquitos. —Gruñó.
Los jóvenes habían movido cielo y tierra para dar con su padre una vez que salieron del orfanato al cumplir la mayoría de edad, traían con ellos las actas de nacimiento bien conservadas, y cada uno poseía una carta de sus abuelas, quienes los habían dejado en la casa hogar donde les confesaban que sus madres habían muerto a manos de un marido borracho.
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