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NIÑO RUBIO Y LA PIEDRA DE BARRABÁS

 

Niño rubio y la piedra de Barrabás.

A orilla del caudaloso río Orinoco, Cruz María desenredaba su aterraya para atrapar algunos pecesillos que le sirvieran de carnada. Sobre las calmadas aguas y la blanca arena se paseaba una calidad brisa de verano cabrutense, que trajo entre sus corrientes el llanto de un niño.

—¡Ja! Esos son los encantos que creen que me van a llevar, pero están pelaos conmigo.

Exclamó Cruz María preso de sus pensamientos supersticiosos que lo tenían viviendo en su mundo de misticismo e irrealidades, que para él común de la gente eran más que incomprensibles. Peleaba con toda avispa que se le cruzara en el camino, las maldecía:

—Son las brujas de Camaguan que me persiguen, pero no han podido matarme.

Aseguraba Cruz María en sus insultos delirantes, pero ese día de pesca la vida le regalaría un presente. El llanto provenía de un mechón de gamelote con las hojillas empolvadas y cortantes, el viejo pescador se fue siguiendo el llanto y abrió el mechón de paja en dos con el cabo del arpón.

—¡Dios mío! ¿Que hijo del diablo te habrá dejado aquí criatura? 

Dijo impregnado de asombro el viejo pescador, su creencia cristiana que era lo único que lo mantenía a raya entra la locura y la cordura, no le permitió dejar allí a la buena de nadie aquella desventurada criatura de cabellos de oro, y ojos vivaces con semejanza de aguas de mar, o al infinito cielo. Lo tomó entre su brazos acariciando su tes suave como lirio un tanto maltratada por el inclemente sol y la orina impregnaba en la manta quemante de rayón, era un milagro que no se había encendido como palo de fósforo. 

Interrumpió la pesca, recogió sus enceres y se fue a la casa a llevarle la sorpresa a Maria Cristancho, su esposa.

—Mira mujer lo que me encontré a la orilla del río.

—Caramba Cruz, ¿como te creo que este mocoso no es de una aventura tuya con quien sabe que vieja zorra?.

—Por las monedas de Judas mujer, que te digo la verdad, me lo traje pa' que no se muera de una insolación pobrecito.

María Cristancho poco convencida se acercó al pequeño y lo tomó en su regazo, nunca había tenido la dicha de arrullar  uno propio, más que los tantos a los que había servido de aya. Lo miró con ojos maternales, se lo llevó al interior del rancho de palma y barro, buscó la única cobija de algodón que no tenía huecos, la cortó en tres pedazos para tres mantas. Preparó un tetero de agua de arroz con panela y calmó el hambre del niño rubio, así lo llamaron. 

—Es hasta bonito Cruz.

Dijo María Cristancho exalando un suspiro que le arrancó la mirada tierna del inocente.

Creció niño rubio entre tardes de pesca, la labranza del campo y el aprendizaje rudimentario y carente de juicio, pero lleno de bondad de su padre. Quien había acordado con su mujer llevarse el secreto de su hallazgo hasta la tumba.

Niño rubio se fue haciendo hombre y a medida que creció físicamente también creció con el la inquietud de conocer mas alla del Orinoco, no quería  dedicarle su vida entera a la pesca, tenía sed de mundo. 

Tenía un gusto melancólico por las puestas de sol, se montaba en el viejo malecón a observar como si el río se tragara al sol por la piedad de calmar su calor. El sórdido alboroto de los pescadores en el puerto siempre le estorbaban y lo hacían despertar de su letargo.

Una tarde caminaba de regreso a su casa por la calle que conducía al transitado puerto, se acercó a la ferretería de Pedro Carpio,  en realidad era una especie de esos negocios tan igual como las antiguas pulperías, donde se compraba desde una aguja hasta el repuesto de un camión. En la puerta estaba como un centinela, peremnemente un indigente al que todos le llamaban "el loco Chia" tenía una voz ronca y una risa espantada, hablaba con un amigo invisible al que le llamaba Barrabás.

—Sí tu, desgraciado no me hubieras hablado de esa piedra maldita yo no estuviera en la inmunda.. deberías morirte.

El reproche de Chia parecía el de un hombre que a pesar de su escasa cordura, estaba lleno de dolor y un rencor incurable. Niño rubio preso de la curiosidad se le acercó con cautela y sin perder tiempo preguntó: 

—¿Con quien habla señor?

—Con este mal nacido... —expresó señalando a la nada.

Se quedó el viejo en silencio por un momento, enrollando en una tabla mal labrada un sucio guaral que tenía atado en la punta un anzuelo mohoso sin plomada.

—La piedra es un diamante precioso grande como no hay otro en el mundo.

La expresión del medigo cambió de rencorosa a vivaz, los ojos se le brillaron como si un avaro deseo se apoderara de él 

—Pero nadie debe buscarla a quien la encuentre le caerá la maldicion de Barrabás —añadió.

La curiosidad en niño rubio despertó, haciendo omisión de la maldición que a su parecer no era más que la falacia de un viejo amargado.

—¿Dónde está esa piedra? —Preguntó con notable interés.

El viejo respondió con un gruñido:

—Cerca de Santa Elena, pero no se te ocurra ni pensar en ir a buscarla muchacho, fíjate en mi. La conseguí y lo tuve todo, pero está maldita... ¡está maldita! —dijo exaltado.

Pero faltaba mayor razón para que el intrépido espíritu de niño rubio se detuviera sin intentar dar con la piedra.

Llegó afanado a su casa reunió a sus padres y luego de un intensivo discurso de inconformidad con la pobreza que le había tocado vivir les dijo:

—Me voy a buscar la piedra de Barrabás.

—¡Ese diamante está maldito! —exclamó Cruz María.

—Una maldición es vivir en la pobreza papá, —replicó niño rubio con ojos encendidos y voz cargada de determinación.

—Mijo, lo que dicen de esa piedra puede ser verdad, ¿para que traer maldición a tu vida? Mira como anda Chia —dijo la madre desesperada intentando hacer que su hijo desistiera de la idea.

—No me venga con eso mamá, ese hombre cayó en desgracia por despilfarrar lo que tenía.

Ni mundo ni remedio para hacerlo desistir de su epopeya. Al amanecer del día siguiente, tomó una talega que conservaba su padre de cuando prestó el servicio militar, recogió los dos pantalones de jean que tenían mejor apariencia y unas camisas remendadas a mano por su madre, un par de botas y un nuevo testamento que le habían regalado unos misioneros cuando era adolescente. Para reunir el pasaje tomó un paño de chinchorro de pescar de nylon importado recién tejido, y tres bagres salados que había tendido al sol y los estaba macerando para semana santa. Salió con los enceres hasta el negocio de don Pedro Prado, conversó con el anciano quien estaba poco convencido de comprar tales cosas, no le servirían de mucho provecho.

—Las revende don Pedro, le ruego que me ayude necesito viajar. —Insistió niño rubio.

De tanto rogar el viejo comerciante accedió a darle 200 bolívares por el chinchorro y los tres pescados salados. 

Esa tarde no fue como de costumbre a ver la puesta del sol sobre el río, decidió subir el cerro hasta llegar a la cruz del perdón. Se sentó sobre una roca plana al pie de la imponente cruz y en una efímera conversación con Dios, le rogó que le permitiera encontrar la piedra de Barrabás, si se lo cumplía construiría una escuela y un centro médico para el pueblo. 

—En fin Señor lo que tu me pidas una vez que la tenga lo haré, te lo prometo.

Besó el pie de la cruz y descendió rumbo a su casa, en el camino una extraña guacaba se cruzó delante de él como desafiante. 

—Apártate de mi ave de mal agüero, —espantó niño rubio al pájaro que tenía fama de llamar con su canto la desdicha y la muerte.

La mañana que decidió marcharse Maria Cristancho, su madre. Amaneció con un sobresalto en el pecho, tomó el pote donde guardaba la sal para sazonar la masa, y de pronto se le soltó de las manos partiéndose en cientos de pedazos formando una estrella de sal en el piso. 

—¡Gran poder de Dios! —Exclamó la mujer llevándose las manos al pecho, —cubre esta familia con tu mano mi Señor —añadió implorando en su mente por la humanidad de su hijo.

La última discusión familiar antes de partir, fue esa mañana. Antes de entrar en palabras acaloradas niño rubio los interrumpió:

—Bendición, bendición me voy porque me deja la chalana. Apenas llegue a Santa Elena los llamo.

Se tercio la desteñida talega en el hombro abrazó a los viejos y salió a paso apresurado para tomar la chalana de las nueve.

La acuarela del río formaba unas crestas enormes como si expresaran rabia por la partida del muchacho aventurero. Un marinero de aspecto pintoresco y de comportamiento infantil se le acerca y expresa su opinión sobre las turbias aguas:

—El río amaneció con los apellidos revueltos familia.

Niño rubio sonrió y asintió con la cabeza.

—¿Va pa'las fiestas de Santa Rosalia? —Preguntó el inquieto hombrecillo.

—No, voy más adelante... voy para Santa Elena.

—¿Santa Elena, Santa Elena?, yo conozco por esos lares, ¿algún campamento especifico?

—No precisamente Santa Elena, voy por allí cerca.

El marinero guardó silencio un momento ubicando en el mapa de su memoria las minas que habían cercanas a esa ciudad, solo una se le vino al pensamiento.

—¿Pa'la mina del polaco?

—No se decirle mi amigo, solo se que es cerca de la ciudad.

El hombrecillo sacó una caja de chimó del bolsillo de su curtido pantalón, hizo una bola con los dedos y se la metió a la boca. Con una cara de mal presagio le aconsejó:

—Sí va por la piedra de Barrabás familia, le digo que mejor se regrese...

—¿Usted conoce la leyenda de la piedra? —interrumpió niño rubio.

—Sí la conozco, y no es una leyenda, yo la tuve en mis manos... maldita piedra.

A pesar de la segunda advertencia por quien afirmaba haber poseído la piedra, niño rubio no vio freno en las palabras de aquellos hombres, ciego por la ambición y preso del deseo de salir de la pobreza, viajó durante dos días en bus hasta llegar a Santa Elena, la primera impresión fue la de tener ante sus ojos la ciudad del dorado. Esa ciudad de la que había leído en un librillo empolvado como única herencia que dejó su abuelo materno. Sin perder tiempo se enroló ese mismo día en la lista de un jefe de compañía para partir a la mañana siguiente a la mina "el polaco". No podía ser mayor la suerte de niño rubio, que la de haber llegado justo cuando una gran bulla como le llaman los mineros a los nuevos yacimientos, había sido descubierta justo el día de su llegada. 

Por tres años estuvo convertido en un hombre topo, buscando aún temblando por la inquisidora fiebre de la malaria, la deseada piedra de Barrabás.

—Será la piedra del diablo, —aseguraban algunos compañeros.

Una mañana lluviosa el jefe de compañía decidió no salir a faena por daño en uno de los motores para la excavación, niño rubio tomó una batea y se fue a la orilla del río a colar un poco de arena y sacar alguna piedrecilla, la cual vendería y se iría al bar de Carmela. Comenzó a lavar la arena mientras el desdén de una profunda tristeza opacó su ilusorio deseo de ser rico y respetado, la bendición de su madre y el desenfrenado ímpetu de su padre para el trabajo le hicieron anhelar volver a su pueblo. Pero el orgullo insaciable cortó todo pensamiento filial y siguió lavando la arena, de pronto entre las turbias aguas de la batea un ruido metálico interrumpió la desdicha que venía sintiendo desde el primer mes que llegó a las minas y no daba con la piedra. 

Salió del río colocando con sumo cuidado la batea en la orilla, metió su mano como quién tiende una red haciendo movimientos circulares, hasta que tropezó con un cuerpo amorfo y de bordes filosos. Miró en todas las direcciones percatandose de la presencia de algún testigo, para evitar aplicar el arraigado principio de hallazgo y compartir la piedra entre todos los integrantes de la compañía. 

Seguro de la soledad tomó la piedra y la guardó sin observar con detenimiento si era o no la piedra de Barrabás, no le sería difícil de reconocer, pues la piedra tenía grabada una X que solo se revelaba al ponerla a contra luz. La ocultó entre sus testículos hasta llegar al campamento donde la envolvió en un trozo de tela y la ocultó en un pequeño cojín que usaba de almohada.

Niño rubio solicitó permiso al día siguiente para ir a retirar el tratamiento de quinina y tratarse al paludismo en la ciudad, dejó  la desteñida talega para no levantar sospechas, con la promesa de regresar de la ciudad esa misma tarde. Con algunas gramas que llevaba en el bolsillo, compró una vela, una caja de fósforo y una de cigarrillos. Alquiló un baño y se encerró para probar si en realidad era la piedra, al ponerla contra luz observó con claridad la X grabada, era la piedra de Barrabás. 

Teniendo la oportunidad de su vida en manos, niño rubio se dirigió hasta la joyeria de un canadiense quien sería el único que podía tener el capital para comprarle tal mercancía. El dueño de la joyeria en los años de su decrepitud había esperado desde su ambiciosa adolescencia ese día. Hubiera vendido hasta su alma a quien tuviese esa piedra en su poder.

Sin mayor protocolo le ofreció a niño rubio dos maletas repletas de billetes verdes de la más alta denominación, además de guardarle el secreto del hallazgo. Con aquella fortuna en manos, el joven decidió partir a su pueblo, llevando en su memoria la convicción de la promesa hecha en la cruz del perdón. Pero esa convicción le duraría muy poco.

En su paso por Caicara se dejó llevar por el ostentoso pensamiento de comprarse un vehículo digno de un nuevo rico, que fuese europeo por aquello de la aerodinámica, además los autos gringos nunca le habían llamado la atención.

En el concesionario pidió por la camioneta más costosa del mercado, el encargado le indicó que la de color negro era el único ejemplar que les había llegado de Alemania, aún le faltaba unos trámites burocráticos que erreglar, cosa que para niño rubio no era impedimento, siempre y cuando el arreglo dependiera del dinero.

El cruce de las aguas fue el trance donde la metamorfosis se terminó de cumplir en el corazón del muchacho, quien dejó anidar en su alma una soberbia inmensurable como el caudal del río. De un puerto al otro puerto, quien era dejó de ser.

Llegó a suelo cabrutense una tarde del 16 de julio con el sinónimo del poder en esas dos maletas. La calle del puerto se podía describir con una sola palabra: alegría.

Hervía como panal de abejas las jóvenes comprando ropa en la tienda del árabe, los niño impresionados por los vendedores ambulantes que traían todo tipo de juegos jamás vistos, las sras mayores retiraban las telas que habían encargado donde Blasina,  afanadas porque ya el tiempo no les daba para estrenar ese día. Sobre todo las que se llamaban Carmen eran las más alarmadas. Los coleadores de todas partes se paseaban con sus monturas recién desembarcadas, llevándolas rumbo a la manga de coleo. Niño rubio movía la cabeza haciendo un gesto de negación y una sonrisa a medias, comentaba para si mismo:

—Este pueblo no cambia, por eso los pobres son pobres; viven en una eterna fiesta.

De mala gana condujo su camioneta que atraía miradas, hasta el barrio en cuya casa con paredes marcadas por las aguas de la creciente que año tras años los obligaba a mudarse, había crecido. Con dos padres carentes de recursos económicos, pero con la entereza de mirarle el rostro a la miseria y no dejarse arrebatar el tesoro invaluable del amor. 

Intransigente ante el retrato de la pobreza, sin esperar la bendición de los ancianos que rebosaban de alegría les gritó desde la cerca sin descender del auto:

—Hasta mañana viven en este chiquero, temprano paso por ustedes. 

—¿Y para donde vamos a ir mijito?, ¿por qué no te bajas a saludarnos?—preguntó su madre.

—Los voy a llevar a vivir como la gente mamá, no me bajo porque tengo un compromiso.

Se quedó aquella noche en el único hotel del pueblo, que a su juicio era un lugar decente.

 Cumplió la promesa de llevarlos a vivir en una casa que compró cerca de la plaza. Comenzó a hacerse de propiedades a través de embargos a consecuencia de préstamos que hacía con intereses impagables, compró un terreno baldío a dos cuadras de la plaza donde construyó una mansión de dos plantas, con piso de granito traído de la India, la madera de los muebles era de las montañas del Líbano, las tejas de fabricación saudí, en fin lo único nacional era el suelo, toda la importación de material era por el prejuicioso capricho de que lo nacional, era una porquería para él.

Las promesas hechas en la cruz del perdón quedaron sepultadas en las minas, y con un pensamiento progresista comenzó a conformar negocios para seguir amasando dinero siendo el primero en todo. Montó el primer prostíbulo con trabajadoras certificadas por sanidad, la primera gallera fusionada con música en vivo y cantantes invitados de reconocimiento nacional. Y el boom de toda aquella modernización fue la primera sala de cine, sin presagiar que ese sería su talón de aquiles.

Todos los negocios iban viento en popa, la felicidad acompañaba al joven a vestirse todos los días de prosperidad adornada de narcisismo y cierto aire de don Juan. Juventud, dinero y vanidad un trio letal para quien se ciega del esplendor de su gloria. 

La sala de cine fue inaugurada con una estrepitosa fiesta, donde el alcohol no fue algo de escatimar, menos la comida y juguetes para los niños; y un cartel colgante en la entrada con el mensaje "bienvenido a los centauros". Las películas eran llevadas desde valle de la Pascua, la fascinación por las películas de artes marciales superó a los demás géneros que por se cargados de drama eran considerados femenil y aburridos. Lo trágico del nuevo medio de entretenimiento, es que los espectadores no supieron separar la ficción de la realidad, amaban a un actor cuando su papel era heroico en una función, y lo maldecían y odiaban cuando era el villano en otra, lo tildaban de doble cara e hipócrita. Tal fue el fanatismo por las películas que una noche de función, salió un grupo de 10 agricultores en disputa con un joven gallero de Garcita, por un chino del cual eran fanáticos los 10 hombres y fue muerto a manos de un negro con quien el gallero empatizó esa noche, aunque una semana antes le había deseado la muerte. 

La disputa se fue tornando de gris a negro, el joven gallero sacó una navaja porque previó que la pelea era inevitable y por demás desigual. Eso noche fue su noche, con la misma navaja le hicieron un herida mortal desde la ingle izquierda hasta el estómago, dejándolo en la entrada a la vista de todos, ahogándose en sus propias vísceras impregnando la sala con el olor a excremento. 

El crimen causó el cierre de la sala, la superstición de los pobladores les dictaba que en sitios de muertes trágicas, no se debe poner de nuevo un pie por respeto al muerto. El prostíbulo cerró sus puertas debido a una epidemia de malaria, la gallera sucumbió por una peste avícola que obligó a los galleros a descolgar sus cuerdas, las 150 casas que había obtenido por los préstamos sin pagar, se le pudieron las paredes por una extraña termita que comía concreto. La mansión se redujo a cenizas ya que una noche sumergido en el alcohol escucho una voz que le decía: "enciende fuego para que todo renazca"

En el postrer estado de su decrepitud, se se fue a vivir de nuevo con sus padres, a los cuales había abandonado en la casa que les compró como unos muebles que ya no servían para usar. Todo cuanto había tenido se le había ido como agua entre los dedos, de las maletas donde guardaba el dinero solo quedaron las gasas. 

Las promesas hechas en la cruz del perdón no fueron más que una falacia, fue tal el decadente ánimo del hombre que su rostro perdió la elasticidad propia de la juventud, y se veía como si los cien años de soledad de los Buendia se hubieran asentado en su calendario. Perdió la cordura y se fue a pasar los últimos años de su vida vagando en el puerto, preguntando a todos los transeúntes:

—¿Van para las minas?, si van, no vayan a buscar la piedra de Barrabás, esa siempre vuelve al mismo sitio de donde la sacan... dos veces ha venido  a Cabruta a traer peste.

Y si alguien preguntaba la razón de su advertencia, respondía con mirada perdida hacia la nada:

—Esa piedra está maldita. 

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